De manera simultánea a esta transición nutricional que nos aleja de la dieta mediterránea hacia dietas globales (Popkin y Gordon-Larsen 2017), asistimos a la reconfiguración de las cadenas alimentarias, donde la característica fundamental es la deslocalización de los procesos productivos y comerciales vinculados al territorio hasta generar largas cadenas globalizadas que se interconectan y generan dependencias altamente vulnerables a nivel internacional y geopolítico (Popkin, 2017; Friendland, 2004; Friedman, 1995).
Aspectos como el tejido económico local, el empleo, la identidad cultural o los propios saberes tradicionales vinculados a la producción y el consumo, han ido progresivamente desapareciendo y siendo sustituidos por conocimientos técnicos carentes de lógicas adaptadas al territorio, que imponen fuertes sesgos en favor de la productividad y el abastecimiento de canales internacionales por encima de la capacidad productiva y de abastecimiento al territorio cercano. La intensificación, especialización geográfica y tecnificación han sido las herramientas para la implantación de un modelo productivo donde los agroecosistemas son meros receptáculos de prácticas industriales.
La agricultura familiar, la ganadería extensiva y la pesca de artes menores, a pesar de ser generadores de servicios (agro)ecosistémicos de gran importancia, se encuentran altamente envejecidos y en progresivo retroceso, a lo que han contribuido políticas públicas orientadas principalmente hacia la rentabilidad y competitividad e incapaces de ver la insostenibilidad ecológica y social que está provocando el modelo industrial. Además, la alta precarización del trabajo asalariado en el sector es alarmante, con alarmas regulares vinculadas a casos de semiesclavitud (Cáritas, 2020).
En la actualidad, sucesos como la COVID han mostrado la baja resiliencia de las cadenas de suministro (Rivera-Ferre et al., 2021). Las alarmas por agotamiento y contaminación en los acuíferos, la falta de lluvia en sistemas productivos de secano, la volatilidad de los precios de los alimentos, los incendios forestales, la pérdida de biodiversidad, los problemas de contaminación del Mar Menor, etc., son manifestaciones de lo que la ciencia viene indicando a escala global: de los nueve límites planetarios (Rockstrom et al. 2009; Richardson et al. 2023), cinco están íntimamente relacionados con el sistema agroalimentario y seis se encuentran ya superados (Campbell et al., 2017, Gerten et al., 2020).
Existen alternativas que inciden simultáneamente en la transformación del sistema alimentario con beneficios para la salud humana y los ecosistemas (O’Rourket et al., 2017). En los sistemas productivos terrestres, la agroecología viene demostrando su capacidad transformadora a través de manejos que tienen en consideración la capacidad productiva de los agroecosistemas de manera sostenible (Wezel et al., 2020, Aguilera et al., 2020). Además, cada vez más se demuestra el potencial de mejorar las rentas, el empleo y la viabilidad económica cuando se articulan las transiciones a escalas adecuadas (van der Ploeg et al., 2019; Rivera-Ferre et al., 2023; Mouratiadou et al., 2024; Verkuil et al., 2024), integrando ganadería y agricultura, a la par que manejando los recursos locales para optimizar la reposición de la fertilidad sin menoscabar la producción, y optimizando el uso de recursos al borde del colapso como el agua (Aguilera et al., 2020).
En los sistemas productivos marinos también existen propuestas que abogan por la reconversión del sector hacia una pesca menos intensa sobre los ecosistemas marinos, respetando los ciclos de reproducción de las especies y adaptándose a la temporalidad de los productos (Villasante et al., 2021; O’Brien et al. 2024). Ambas propuestas son dos potentes instrumentos para impulsar la necesaria transición alimentaria en España, que sea capaz de abastecer las necesidades nutricionales y componentes esenciales para una dieta saludable sin menoscabar los recursos productivos disponibles.
Ciertamente, la transición alimentaria es un campo de disputa política, donde las alternativas están atravesadas por posiciones confrontadas entre actores en defensa de su modelo. Así, desde la política institucional hasta los agentes económicos implicados, existe un ecosistema de actores que, movidos por sus intereses incluso encontrados, pugnan por imponer su modelo. En este contexto, este informe busca generar conocimiento científico capaz de respaldar aquellas alternativas que ponen el foco en la sostenibilidad en todas sus dimensiones: ambiental, económica y social.
La pregunta de partida que se pretende responder en este informe es precisamente: ¿cómo se debería configurar el sistema alimentario en el futuro próximo para ser sostenible? Para ello se propone realizar un análisis integral del sistema, considerando los aspectos relacionados con la salud, el empleo y la sostenibilidad ambiental, y realizando un ejercicio de proyección a futuro (2030 y 2050) considerando los escenarios climáticos y potenciales modelos agroalimentarios. Ello permite identificar los posibles impactos y beneficios socioambientales y, de esa manera, ayudar a la toma de decisiones.
Para ello, en este estudio se combinan escenarios globales climáticos (SSP por sus siglas en inglés) y modelos de variación climática (RCP por sus siglas en inglés) procedentes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés), que establecen distintas tendenciales en 2030 y 2050, con dos modelos de transición alimentaria a nivel estatal:
- BAU (del inglés Business As Usual, que denota seguir haciendo negocios como siempre), asume la continuidad del modelo alimentario actual.
- BIO+. Define un modelo sostenible y saludable de producción y consumo.
Así, aunque a nivel mundial se puedan llevar a cabo unos u otros cambios socioeconómicos y políticos, vinculados a los SSP, estos efectos sobre las proyecciones climáticas se combinan con las posibilidades que brindan los modelos a nivel estatal propuestos a continuación.
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